sábado, 7 de noviembre de 2015

Poemas

Mashup Romance
Te voy a dictar
a pedacitos te daré
descompuestas las palabras
divididas, machacadas y en puré

No sé, quizá, con suerte
las aderece

El vómito será extracto
jugoso, multicolor,
visceral

Dejaré que absorbas la solución por las orejas
y éste, jugo o puré, 
se instalará en tu cabeza.

Duro como el concreto
tu cerebro será un castillo
baluarte de cisticercos

Tu cabeza de tortuga
Tu cabeza caparazón
Tu cogote de piedra
y tu pescuezo de paja
que arrastra
el peso de las ideas
y de lo ideal
porque lo idiota pesa
y lo ideático más

Con suerte encuentras
un martillo
un marro, con el peso ideal
el suficiente para reventarte,
como te gusta reventar

Ya una vez roto,
con los pedazos desperdigados por el suelo,
no te levantes
que una cabeza vacía
desfragmentada
da demasiada lástima
como para tomarla por otra cosa
que no sea trapo




Aperitivo

Aquí tienes un fragmento
Veloz, se desliza
cual caballito tequilero

Porque es de los que te gustan,
fáciles, simples de leer,
abierto a interpretación

¿Qué digo?
Que me lees
Y me relees
por ser corto

Aunque “digas”
que te “gustan”
largos, anchos y jugosos
No

Yo soy rápido, precoz
insensible comestible
y digestivo

Sabiduría provisional
providencia de galleta china
cúbreme de salsa,
unta mantequilla,
y escúrreme un limón

Abre bien la boca
voy pa´dentro
y ya que pase la puntita
ni de putas me voy a salir















Estudiante

Vacío, vacío, vacío
vacío que se llena con alcohol
vacío, vacío, vacío
vacío de matambre

El pellejo ese, que les cuelga
a las vacas esas,
vacío

De los que dan a uno por saber UNAM
Estudiante de lógicas alternativas,
faro de ilustración
pionero de avances tecnológicos
contendiente de nuevas realidades
contemporáneo

abandonado
con mucha hambre
y poco trabajo
UNAM

Chelero de corazón
bohemio por indecisión
descriptivo
callado
de los que duermen entre bancas
para despertar al siguiente día
con más hambre
y
con más sueño

Banda, barrio, chaca
Naco, pelado, indio
chingón
nunca pendejo
nunca cabrón
chilango del estado
de las lejanías transitivas
y cercanías transitorias

Voraz, único, agachado
Remiso, al fin
por condición
Eterno enamorado de las marchas
Fósil

Por mi raza hablará el espíritu
Más vale caguama en mano
que cien goyas volando

Tiste y suicida
pero eso sí,
a gotitas
de mezcal y de cerveza

Prende un cigarro, que
hoy, hoy sí me atrevo

y hasta te saco a bailar

Semillas


En el momento en que abren la puerta del coche corres al parque tan rápido como tus piernas te lo permiten, hasta sientes que se van a despegar. El pasto bajo tus pies es húmedo. Pasaste la mañana sin salir a jugar por culpa de la lluvia, pero ahora que el agua se disipó, por fin puedes disfrutar de la intemperie. El parque es tu lugar favorito. En tu carrera no adviertes que tienes competencia, Matilde y los gemelos también corren hacia el mismo árbol. Es difícil por lo resbaloso, pero consigues llegar antes que todos ellos. Ríes entrecortado por tu aliento. Esperas al lado de la meta, ellos reconocen la derrota desde lejos.  
Matilde te entrega una bellota en la mano. Seguro la encontró en el camino, ahora será la insignia de tu triunfo. Tu primer acto como líder es enviar a todos por sobre la colina, hacia los columpios. Los gemelos asienten después de que señalas el destino, Matilde te toma de la mano. Eso hace que sudes, esperas que no lo note, pero es muy tarde. Se limpia su mano con el vestido, no le molesta, notas que ríe un poco y te sonrojas. Ella permite que cargues a su muñeca un momento, se adelanta a dar vueltas por el pasto, los gemelos no tardan en hacer lo mismo.
Tú dudas. Observas la bellota en tu mano. No importa, girar por encima del pasto es más divertido que la misión. Vas y juegas con ellos.
Ruedan por el pasto colina abajo, el camino que habían recorrido a los columpios, ahora es nulo. Nadie piensa en ello. Los cuatro se persiguen unos a otros, un gemelo te empuja y toma a la muñeca de Matilde. La dueña lo ve todo. Luce alarmada. En seguida captas el mensaje. No permitirás que eso suceda, corres hacia él y te le lanzas. Cuando está en el suelo lo golpeas. Mala decisión, el otro gemelo te quita de encima. Ahora tú estás en el suelo, y son dos contra ti. Matilde intercede en tu favor, se coloca entre ambos bandos. Los gemelos no se atreven a lastimarla, se retiran del otro lado de la colina. Los ves alejarse, dudas de si fue lo mejor, pero Matilde está ahí, contigo, así que no le das importancia.
Llegan de la mano a los columpios. Fue difícil, los zapatos de Matilde no son para jugar y le costó subir por el pasto mojado, pero tú estuviste ahí para cuidar a su muñeca. Evitaste que su falda se llenara de lodo  y ahora, la empujas para que ella se columpie. Los gemelos están cerca, juegan al lado de la caja de arena, ahí siempre hay hormigas que molestar. La última vez que inundaron uno de los hormigueros con el jugo de Matilde, las pequeñas criaturas salieron de su agujero de dos en dos. Los gemelos no podían creer que a las hormigas no les gustara el jugo de fresa.
Matilde adora que la empujen, no deja de reír. Lanza su muñeca en el momento culmine de la columpiada y grita: “arriba, más arriba”. La muñeca vuela por encima de tu cabeza y la de ella, el sol te deslumbra cuando sigues la trayectoria con la vista, pero alcanzas a percibir que la muñeca aterriza en un árbol cercano. Matilde no espera a que el columpio se detenga, corre a dónde está la muñeca. La alcanzas, los gemelos también van a observar qué sucede. Los tres te observan a la expectativa de que hagas algo.
El árbol es demasiado grueso como para que lo abarques con las dos manos, intentas colgarte de la rama más próxima, brincas varias veces. Inútil, no la alcanzas. Volteas a ver a los gemelos, ellos saben que necesitas su ayuda. Uno de ellos te sonríe, ha sentido compasión por ti, se agacha para que apoyes tu pie en él, y listo. De un brinco estás colgado de la primera rama, desde aquí todo será más fácil. Pierna, pierna, mano, mano, un poco lento, pero con seguridad logras alcanzar el tope del árbol, desde ahí todo se ve más pequeño. Tus amigos alzan la cara y gritan, dan vueltas de felicidad alrededor del árbol. Eres su héroe, les enseñas tu bellota como marca de tu triunfo antes de bajar con la muñeca en la mano.
Desciendes de la misma forma en que subiste, pierna, pierna, mano, mano. Esperas, no te diste cuenta de lo mucho que habías subido cuando intentabas alcanzar lo alto. Tus amigos se siguen viendo lejanos desde donde estás. El viento mece al árbol, tanto movimiento te obliga a aferrarte a él. El susto hace que te desprendas de la muñeca y ésta se vuelve a alejar de ti. Cae lejos, el viento la lleva a los límites del parque, ahí donde las canchas bordean el límite con las casas. Toda la zona está hecha un lodazal.
Cuando alcanzas a bajar tus amigos te esperan con cara de decepción, ahora ninguno de los gemelos siente empatía por ti, ni siquiera Matilde quiere ayudarte. Respiras, la misión no ha terminado. Los dejas atrás, ellos ahora están arriba y tú desciendes, lejos de los columpios, la resbaladilla y el cajón de arena. Lejos de todo. Si antes se veían pequeños desde las alturas ahora  ni siquiera logras percibirlos.
Aquí abajo, cerca de la avenida, el viento pega contra tu rostro. El frío trae consigo a la lluvia, cierras tu chamarra azul y te colocas tu gorrito. Piensas en la muñeca mientras avanzas. El panorama cambia, donde antes había árboles ahora hay un cerco verde que divide la banqueta del resto de la calle, termina el pasto y comienzan las canchas. Aquí juegan los chicos grandes. Aunque la lluvia ha mantenido a la mayoría lejos, todavía se encuentran algunos rezagados que juegan con un balón. Tranquilo continúas, no hay amenaza de golpe. Además, tu objetivo está enfrente, la muñeca descansa sobre el concreto, por entre los charcos, justo por debajo de la cerca de una casa.
La primera bota que cruza el charco se resbala, te estiras para evitar caer. Cuando te das cuenta de que todo está bien volteas con alivio a las canchas, llamaste la atención de los jóvenes  rezagados. Dejan de jugar con el balón para observarte. Seguro de ti mismo te paras derecho. Metes las manos a los bolsillos como si nada hubiera sucedido y avanzas. Volteas, no tienes idea de si te siguen observando, te detienes, intentan llamar tu atención. Uno te saluda, alzas la mano para regresar el saludo. Detrás de ti, asoman por entre la verja de la casa, las fauces de pastor alemán. El perro intenta alcanzarte con los dientes y rasga tu chamarra. Todo se vuelve negro.
***

Los demás niños están ahí cuando despiertas. Por suerte llueve, nadie nota que te mojaste. Una vez que se dan cuenta de que estás seguro, al igual que la muñeca, corren a jugar. Dentro de tu bolsillo la bellota sigue ahí, la tomas con la mano y corres hacia los caminos. En el camino cae de tu mano, y la olvidas.   

Animal político

El domingo, mi familia y yo fuimos a votar. Nuestro municipio instaló la urna a unos cinco minutos de la casa. Así que después de salir a desayunar decidimos ir caminando hacia ésta. Fue extraño no moverme en coche con mis padres. Durante el trayecto las conversaciones políticas no se hicieron esperar. La noche anterior mis amigos y yo la habíamos dedicado a leer algunas notas sobre los candidatos, nada interesante surgió de nuestra investigación. La decepción cotidiana apagó mi espíritu democrático, sin embargo mi padre, mantenía cierto deseo de riña que expresó durante el trayecto.
Comenzó por quejarse de los políticos "tibios". Diciendo algo así: "Desde 68 ningún presidente se atreve a hacer nada, si yo soy el presidente y los maestros no se quieren evaluar, pues mal por ellos, se aguantan o yo hago que se aguanten", término su argumento chocando la palma de la mano izquierda con el dorso de la derecha, dando algo parecido a unas nalgadas. Ni mi madre, ni yo lo intentamos contradecir, continuamos nuestro camino por encima de la banqueta. Cruzamos por un parque donde unos cuatro perros callejeros dormían. Esos perros llevan siendo un problema desde hace tiempo, han atacado niños e incluso a mi madre cuando sale a pasear a Fátima, y, además de que pueden causar un accidente, se multiplican. Es probable que pronto tengamos más manadas pululando por ahí. Hasta ahora el municipio no ha hecho nada, y es poco probable que lo haga en un futuro.
Cuando los rebasamos yo le dije a mi padre: "Entonces, ¿te estás quejando de los cobardes?". Mi padre asintió sin dejar de caminar: “De todos los políticos”. A lo que yo respondí: "Y ¿por qué no matamos a esos perros? Sería muy fácil meter varias pastillas caducas a una salchicha y aventarles unos pedazos. No sería ilegal, ¿quién se daría cuenta? Además, es, en tus palabras, necesario".
Mi jefe se río en un principio y asintió dándome unas palmadas en la espalda. Cuando le repetí la idea fingió no escucharme. Hasta que le dije; "¿Ves? No es fácil dejar de ser cobarde". Le toqué un nervio con el comentario. El alegó que eso no era cierto. Que las acciones tenían consecuencias en la moral, además de que esos perros no eran su responsabilidad. No estoy seguro de que eso sea cierto, después de todo, a quienes afectan es a nosotros. Yo terminé por decir: “mata a un perro un día y te llamaran mataperros toda tu vida".

En ese momento llegamos a la caseta. De regreso a mi casa los perros seguían ahí. Yo no saldré a matarlos, no tengo ganas y se me hace algo inhumano. Lo triste es que alguien debe de hacerlo.

Palabras y cenizas

El babalao nos relata una leyenda, la historia de aquél que trae el fuego. En círculo, alrededor de las llamas, el resto de la tribu canta y baila interpretando la historia de aquel que camina entre los árboles. El viento hace que el pelaje que lo cubre se levante mostrando su oscura piel, las ramas intentan arrancarle su abrigo, pero se aferra éste, su única esperanza en lo alto de la montaña. Él mantiene el balance a pesar de la pendiente, que a medida que prosigue, se prolonga. La dificultad no para su marcha, al contrario, alimenta su ilusión de llegar a la meta. No puede detenerse, eso significaría la muerte, muchos otros han perecido antes en este camino.
Llega al punto donde los árboles se abren al blanco vacío de la cima, allí donde termina el denso follaje para dar paso a la vastedad de la nieve. Respira, inhala con sus pulmones el vigor del frío. La cumbre de la montaña no se encuentra en su campo visible, la neblina perpetua, junto con la ventisca de la altura no le permite ver si siquiera sus manos. Él hace un salto de fé.
Suelta su abrigo, lo deja en la nieve, al lado de los últimos árboles. Corre. Su piel está desnuda casi por completo, exceptuando unos retazos de cuero que le cubren por debajo de la cintura, no hay nada más que lo proteja de la intemperie. La oscuridad de su dermis se torna morada. Su paso es acelerado, debe producir la mayor cantidad de calor posible antes de que el frío le corte los músculos y haga imposible el movimiento de sus articulaciones. Corre.
Es ligero, la nieve bajo sus pies se impregna de sus huellas durante unos segundos antes de que una nueva capa la vuelva a cubrir. Él atraviesa la neblina para llegar a las nubes, el agua le escurre por el cuerpo cuando llega a una pequeña saliente cercana a la cima. En este punto la misma geografía de la montaña lo protege de la ventisca. El terreno es estable. No pierde el tiempo y se apoya en una de las paredes de la ladera. Identifica el sitio por las marcas rojas deslavadas en la roca, círculos, garras y rayones denotan el lugar. Señales de aquellos que consiguieron llegar antes que él, muchos que nunca regresaron, extinguiendo el fuego.
Examina las marcas, dentro de su mente recorre los rostros de aquellos que conoció e intenta imaginarse a aquellos de los que sólo ha escuchado historias. Sigue los trazos de la pared para llegar a un pequeño orificio del tamaño de su antebrazo, dentro de éste, oculto, bajo cuero y paja, descansa la madera. Se ata a la cintura algunas varas para continuar con su trabajo. El frío merma de este lado de la pendiente, aun así tiene poco tiempo, gastarlo podría resultar en el fracaso. Escarba la nieve que cubre la base de la pared, hasta llegar a un nido de cenizas casi fosilizado por el hielo, allí deposita la madera junto con un poco de paja.
 Del cuero de su taparrabo saca un cristal del tamaño de su puño, un círculo de esquinas burdas y opacas que por el centro se va aclarando para dar paso a la luz. Espera la salida del sol. Durante los últimos instantes de su tarea se petrifica, se vuelve uno en la nieve, perdido como una roca más en la nada espectral del abismo blanco. Lo único que lo mantiene despierto es la promesa de que pronto terminará su tarea. Sus ojos se cierran a pesar de la fuerza que intenta ejercer sobre ellos, poco a poco pierde la conciencia. Entra en trance.
Ahora, aquellos que bailan alrededor de la fogata paran en seco, se mantienen petrificados imitando la muerte.
Las primeras luces acarician las montañas, abriendo las nubes que estorban a su paso, iluminan el valle, mostrando la suprema altura a la que se encuentra y, con su calor, lo despiertan del sopor regresándolo a la vida. El fuego no se hace esperar, emerge de la paja encendida por la proyección del cristal. La hoguera despierta sus músculos, logrando que abandone el trance de su existencia prometeica. Desde su posición él observa como los rayos del sol se postran en las paredes para descender hasta las cenizas y luego continuar su camino hacia el valle. No pasa más de un instante para que el sol vuelva a ocultarse detrás de las nubes. Un nuevo cielo, más calmado, se dibuja frente a él. El hombre alimenta las llamas con su respiración. Espera que se hayan asentado para poder llevarlas consigo, de regreso a su tribu.
Los bailarines se avivan, el tambor regresa continua con su ritmo.
El descenso resulta más relajado, la complacencia de un trabajo concluido nutre su fuerza, pero el hombre no descansa, se mantiene alerta, cuidando el nuevo fuego. Vuelve al bosque junto con la protección de su abrigo, todo parece repetirse de una forma inversa, con excepción del hombre, que ahora, iluminado, baja silbando ya sin la carga de la misión. Contempla cómo el follaje se libra del manto helado. Pareciera que trae consigo la primavera.
La nieve se vuelve pasto, verde en un principio, alimentado por los riachuelos que emergen de las montañas. Su camino continúa hasta que el bosque vuelve a quedar atrás para abrir paso a la sabana.  
***
Los pastizales no son un lugar seguro, desde hace mucho que nadie abandona el campamento por el miedo a aquello que habita entre los altos pastos. Sombras disfrazadas de hombres. Máscaras que cubren el rostro de los muertos, cortezas de árboles caídos que han sido decoradas con sangre, cal y barro anaranjado. Sombras que se arrastran en silencio, ciegas y mudas, que localizan a su presa por medio de los latidos del corazón, según dicen los viejos.
Las sombras llevan consigo los lamentos de la guerra, cantos olvidados por las épocas. Devoran a aquellos que se pierden en el mar desértico. Los animales hace mucho que se han ido, sólo restan esas criaturas sombrías que caminan sobre varas, desnudas y con la piel calcinada por el sol, transitando en busca de posibles víctimas.
***
Su llegada es solemne, toda la tribu espera por él. En el centro de la aldea reposa la base de una gran fogata, él  lanza el nuevo fuego para encenderla completa el ritual al entregar su trabajo a los dioses. Después de que el éxtasis del trance le perteneciera únicamente a él, se expande por la aldea. Todos observan las llamas, sus rostros se forman por la luz, infundados de esperanza.
La revelación de una vida futura despierta en ellos con el mito del fuego. La idea de lo lejano, de aquello que no es, de aquello que no conocen pero está presente. Varios vuelven a sus chozas para extraer del interior antorchas y otros fuegos, pequeñas luces se reparten alrededor de la más grande. El humo se extiende sobre el cielo.
A lo lejos se escuchan trompetas y tambores, flautas y cascabeles, una procesión se aproxima a la aldea. Telas de colores cubren rostros extraños, que llegan con alimento y riquezas, piedras preciosas y regalos de distintos olores. Hombres barbones de turbante se mezclan entre los locales saludando, el evento procede de la forma más común, abrazos e intercambios de historias rodean las llamas.
Uno de los barbones, aquel con el tocado de mayor cantidad de colores y cascabeles, se postra enfrente del fuego y toma del brazo al hombre que viajó a la montaña, lo alza, para que todos lo reconozcan. Una vez que los gritos de alabanza y triunfo se han terminado, el barbón marca con su sable al hombre, le deja una cortada en el pecho desde la cual, brota la sangre dorando la piel negra iluminada por las llamas. El héroe acepta con dignidad su destino, y se ofrece a las mismas llamas que él inició.
Ahora la noche se nutre de sus cenizas, el olor a carne alimenta la atmosfera de baile y celebración. A lo lejos, sobre los pastizales se alcanzan a ver otras luces lejanas, allí, en medio del desierto, toda fogata sirve de referencia para no perder el camino. Los cantos duran hasta el amanecer, momento en que los barbones deben volver a partir, dejando detrás de sí las riquezas de sus viajes.

Algunos niños salen de la aldea para despedir a la procesión, vuelven pronto, aterrados de las sombras de la sabana.  

Invierno

Linka ingresa a la cocina con la intención de revisar el perímetro. Al abrir la alacena para aprovisionarse, encuentra un cadáver reposando en el marco de la puerta que cae sobre sus pies. La chica suelta dos tiros antes de advertir que aquello que la sorprendió lleva demasiado tiempo muerto como para representar cualquier tipo de amenaza. Cometió un error de principiantes.
 Mierda. Suspira al ver las marcas de bala en el suelo.
 Hacía dos meses que dejó de tener contacto con algún humano, después de abandonar el territorio Yukón, no se había encontrado con otro merodeador como ella. Las precauciones que antes le eran fundamentales para revisar nuevos terrenos se disolvieron en la seguridad cotidiana y su soledad. El infierno son los otros, se repetía cada vez que la nostalgia hacía el intento de controlar sus acciones. La calma fungía como principal característica de su vida nómada, pero se disolvió con los restos de escarcha que cubrían el cadáver, después de disparar los dos tiros.
Guarda silencio unos segundos, a la expectativa de que su error pase desapercibido. El sonido de las balas rebota en la cocina antes de disiparse. La estepa a su alrededor permanece inmutable. Da un respiro y baja el arma. Calma, calma... La visión de la nieve reflejando los últimos rayos de luz le indica que puede proseguir con su tarea en paz.  Le apunta al cadáver con su rifle y mueve los restos en descomposición con la punta del arma. Pobre tipo. Algunas moscas vuelan de entre las yagas del cadáver. Al revisarlo, Linka imagina que el hombre de mediana edad corrió a la alacena para refugiarse. El hambre no fue lo que lo mató, piensa, después de darle una rápida mirada al resto de la alacena, ahora tumba. Con la boquilla del rifle mueve el torso del cadáver. No tiene marcas. No hay bubones, ni protuberancias que revelen que estuviera infectado antes de morir.
Linka se cubre la cara con su palestina, el frío, por suerte, mantiene a los cadáveres en un estado criogénico, lo que evita que el aroma vicie la habitación. De cualquier forma, después del susto, no quiere cometer más errores, como inhalar algún tóxico. Asegura sus guantes para nieve y se faja el pantalón a las botas, cierra su chamarra y con el rifle al hombro, arrastra los veinte kilos de peso muerto por el suelo de la cocina hasta llegar al jardín trasero de la casa. La actividad la extenúa, su aliento es visible, casi táctil, la rodea, al contemplar el rastro de agua nieve, lodo y sangre que recorre la cocina.
Ahí afuera el viento mece un par de columpios oxidados, el ruido del metal se esparce entre los campers para disolverse en la amplitud del llano. La mayoría de las casas están en iguales o peores condiciones, carcomidas por la dura naturaleza del gran norte blanco. Sobre las casas de un solo piso, se observa la inmensidad esteparia interrumpida, únicamente, por pequeños bancos de nieve que sofocan los pastos amarrillos para dejar ríos de lodo. La bandera de Canadá ondea descolorida y rota, sobre la casa. Linka se calma. Con este frío nadie se asomará a buscarte. Menea la cabeza de forma negativa viendo hacia el suelo, copos de nieve comienzan a dibujarse a sus pies. Levanta la vista y observa el cielo, se aproxima una tormenta de nieve. Al dejar su carga en el jardín se da cuenta de que hay algo extraño, el hombre tiene una herida, un agujero del tamaño de un gusano en la cabeza.
 ̶ Desertor ̶ pronuncia casi por instinto. Los suicidas le dan lástima, el cadáver se puede quedar en la nieve. Ella vuelve a entrar a la casa rifle en mano, no olvida cerrar la puerta con seguro.
La alacena conserva la escena del crimen, una calibre .22 reposa sobre sangre seca en el suelo, al lado de una botella de vodka. Qué conveniente. Linka toma la botella de Vodka y una lata de café que luce entera, lo único que encuentra de comer es un pan mohoso. Hace tiempo que no se atreve a revisar refrigeradores, en definitiva hay algo tóxico. Recoge con un pañuelo la pistola y se asoma al suelo para buscar munición. Sólo hay una que otra mierda de rata y ardilla, las distingue por el color. Encuentra, detrás de varias cajas, un transformador pequeño, junto con la gasolina para iniciarlo, aquí tan al norte, no es conveniente quedarse sin electricidad en medio de una tormenta. Revisa el cargador de la .22, hay otros cuatro tiros. Es un arma popular, piensa mientras decide si cargar con ella o no.
Se instala en la mesa de la cocina, hay varias botellas de cerveza vacías que se conservan en pie, al lado de otras destrozadas, deposita los trastes que le estorban en el fregadero y extiende el mantel.  Coloca de un lado el arma sucia y el trapo, enfrente de ella deja su lámpara de camping conectada al transformador. Usa otra silla para su rifle. En la culata de éste, justo por debajo de la carrillera se lee el grabado en letras doradas sobre la madera rojiza Little Mouse. Las palabras hacen juego con un llavero de reno que cuelga de su mochila. Prepara café en la estufa de gas, usa los cerrillos para encenderla.  
El café le sabe demasiado a vodka, otro sorbo y lo escupirá, pero es de las pocas cosas que la mantienen activa. Café y vodka, para este punto, es un lujo que no se puede encontrar en cualquier casa. A los muertos siempre les sobran el alcohol y las balas. Bebe un poco más y se conecta un audífono que emerge del bolsillo izquierdo de su chamarra. Anochece, la tormenta se instala sobre la casa impidiendo la visión más allá de los campers.  El frío se le cuela por las rajadas de la chamarra, lo deslavado de su ropa hace que el camuflaje verde tipo bosque se vaya transformando en un degradado café más apropiado para el desierto. Sobre su hombro destaca un parche que dice Queen Margaret`s, junto a una pequeña medalla en forma de diana de tiro que reposa por arriba de su pecho. Cuando termina de limpiar el arma, y actualizar en una libreta su inventario de provisiones, extrae de la mochila un par de hojas color amarillo, y comienza a doblarlas por cada esquina.
Su mente divaga a otra época, adolescentes de distintas edades pululan alrededor uniformados con chaquetas de invierno, pantalón gris o falda de patrones escoceses, y gorras con la imagen de un lobo saltando el escudo de Queen Margaret´s. Linka se observa a sí misma, callada, entre sus amigas, doblando pequeñas grullas de papel verde, rosa o morado. Un muchacho castaño y pecoso la observa, cuando sus miradas se cruzan ambos fingen concentrarse en otra cosa. Ella se oculta detrás del origami y él, se tapa la cara con su brazo luciendo una pulsera de cuero con tallados indios, pretende que algo le golpeó la espalda para no ver a la chica. Poco a poco ambos regresan su vista a los ojos del otro, él le sonríe. Linka dejó una grulla a medias por encima de su cabeza. Ella duerme.
La casa sigue como la dejó, sus audífonos suenan lejos de sus oídos, soba su mejilla adormecida por la dureza de la mesa. Sueña, con una gigantesca ave de origami que la transporta por entre la tormenta de nieve, ella se siente libre, feliz, pero algo no está bien, del cielo cae un rayo hiriendo su transporte. El ave cae de los cielos envuelta en llamas, para dirigirse a donde dejó el cadáver, el patio de la casa es su destino. Despierta antes de chocar con la tierra.
 Poco a poco recobra la conciencia, cuando descubre que algo no le resulta familiar. Escucha un sonido extraño, es un chillido prolongado. Ahora que ha mermado la tormenta logra percibirlo. Linka toma su rifle y se cubre, sale de la casa por encima de ésta hay una especie de cuarto. Tonta. Hoy ha cometido demasiados errores, ni siquiera revisó el perímetro por completo. Sube al techo apoyándose en un bote de basura, una vez arriba evita resbalar por culpa de la nieve y avanza con sigilo, el chillido proviene de una puerta metálica mal cerrada. Alza su rifle al advertir que desde dentro se asoma algo de luz, toma posición de tiro, una vez que está frente a la puerta se queda inmóvil. 
Uno… dos… Abre la puerta del cuarto con el rifle y apunta a cada una de las esquinas de éste, no encuentra a nadie. Sólo un foco que cuelga del techo tambaleándose por la brusquedad de la entrada de Linka. Ella se quita la palestina junto con sus goggles para nieve. El cuarto es austero, está diseñado como una pequeña guardería, las paredes están decoradas con patos, gansos y castores, hay una pila de juguetes de peluche en la esquina, varias cobijas y sábanas. En el fondo, oculta del frío reposa una cuna. El mueble capta enseguida la atención de Linka, ella mueve algunas cosas para aproximarse. Dentro de la cuna encuentra un bebé, se ve algo rojo, pero está tranquilo, ni siquiera parece percibir a Linka. Sigue vivo. Lo advierte por el movimiento de sus ojos. Probablemente se hartó de llorar. Linka da otro vistazo a su alrededor, definitivamente están solos. Se asoma a la intemperie, de la tormenta sólo resta una pequeña ventisca que arrastra algo de nieve. El cielo ya está despejado, la noche es cómoda, Linka se quiere asegurar de que nadie venga, y así es, no se ve ninguna luz en las cercanías, ni siquiera en los bordes del llano. Se sienta en el marco de la puerta para meditar su siguiente movimiento, no quiere cometer más errores. Las horas pasan hasta que amanece.
 Al siguiente día ella se retira de la casa, deja detrás de sí dos tumbas, no puede mantenerse en un lugar durante más tiempo, podría ser contagioso.


Haruka hija de Sara

Calle abajo el sol rebota contra el concreto y golpea su rostro. La luz obliga a Hakura a levantar su mirada, con la vista alcanza a distinguir la casa de su madre, cercana a la cima de la colina. Al final del pasillo residencial 38B la espera su antiguo hogar. Le gusta imaginar que sus pies están pegados al concreto, pero no es así, tarde o temprano tendrá que subir la colina para volver a casa. Las costumbres olvidadas son difíciles de recuperar, se dice a sí misma intentando traer de sus recuerdos el entorno que la rodea. Lo que aparenta ser nuevo a sus sentidos, le parece viejo a su memoria. En incontables ocasiones su madre la acompañó de la mano colina abajo para depositarla en el camión escolar con el resto de los niños. El recuerdo es ajeno a ella, le es más fácil imaginar que pertenece a alguna película vieja. La tarea de vincular memorias con objetos le es casi imposible. 
Desde que se separó de la plataforma metálica del autobús azul y llegó a la esquina dudó de actuar. Ahora, absorbe el ambiente por medio de su piel, el calor y el viento hacen el intento de mantenerla en esta realidad, pero ella, distraída, divaga. La imagen de los tejados kawara desgastados por las caricias del viento salubre se impone sobre ella. Los edificios que han visto cientos de atardeceres soleados y tormentas inmisericordes la reciben, inmutables ante su regreso. Dentro de Hakura reina la desconfianza de lo conocido en otra vida.
Se sintió desvanecer cuando la escuchó.
La campanilla de la bicicleta de su madre es lo primero que se permite reconocer como parte de su vida anterior desde que volvió a Japón; los colores metálicos, la cadena, el óxido, la grasa, todo es nuevo excepto por el sonido. El timbre se conservó en su tonalidad, por lo menos, su mente la obliga a imaginarlo así, a pretender que parte de ella se mantuvo en ese lugar durante todo este tiempo y no volvía a entrar en su vida, al contrario, nunca la abandonó.
El señor Itsuki aparece en el portal de su casa con la bicicleta de la madre de Hakura en las manos. Su túnica amarilla resiste al viento, enfrentándolo con lazos y botones de bosen rojo, protegiendo al delicado viejo que avanzaba con lentitud aproximándose a Hakura con una sonrisa Un paso y después otro, para él era tan simple avanzar a pesar de su edad. Claro que él no tenía opción, las decisiones que tomó durante su vida lo habían guiado hasta ese preciso momento. El instante mismo en que le entregaba la bicicleta de la que otrora fue su amante a la que nunca fue su hija. Idéntica a su madre, pensó.
Idéntica a su madre. La primera frase de cualquiera de sus vecinos, que cualquiera de las amigas de su madre, y que cualquiera que alguna vez las vio juntas pronunciaba enjuiciando el rol de cada una. Hakura inició su camino.  
Dos melocotones rosas rodaron colina abajo pasando al lado de su bicicleta, desde la cima de la colina era común que los frutos cayeran sin que nada obstruyera su paso hasta la base de la colina. La chica recorrió la mitad del camino con la bicicleta a cuestas, a pesar de la invitación del señor  Itsuki ella no tenía ánimo de hablar acerca de los arreglos mortuorios. No por ahora. El sol a su espalda la adormecía. El sudor descendía por su frente pegando cabellos a su cara para refrescarse con la sal del viento. Sentía el algodón de su camisa y de su falda impregnarse a su piel por la humedad del ambiente y de su cuerpo. Cada paso que daba colina arriba era acompañado por el sonido de la cadena avanzando. Era pueril intentar usar la bicicleta para subir el resto del camino. Desde su posición podía imaginarse a su madre descendiendo a toda velocidad. Ligera, flotando sobre el pavimento con elegancia. El sol la hacía delirar, aun así Hakura no era capaz de imaginar a su madre ascendiendo por la colina, sólo descendiendo.
Sentía odio por el gris pálido con detalles blancos de las nuevas casas del pasillo residencial. El sol marino subía la costa, atravesaba la bahía y se elevaba hasta las colinas, para ser repelido por las casas y chocar contra las copas de los árboles, generando sombras y espectros que recorrían la tarde con las horas mientras ella subía por la colina. Hakura absorbió el aire seco, sintiendo con los labios el polvo y la tierra. El viento marino cesaba, había llegado a un clima templado donde los árboles que crecían en la cima de la colina hacían del sol un enemigo distante al filtrar su luz. 
Cansada. Ya tan cerca de la cima, la pendiente se volvía imperceptible, lo que antes aparecía iluminado por las caricias del sol marítimo se hundía en un oscuro bosque. La humedad de las plantas rodeaba los brotes de luz que atravesaban el firmamento tropical. Orquestadas por los astros, flora y fauna eran coordinadas por medio de las vibraciones cual campanillas de viento. Su oído se agudizó cuando entró al sopor húmedo, la tierra seguía fresca, recién nutrida por el cuerpo de su madre.  Poco faltaba para llegar a la verja de su casa. Se detuvo para respirar, admirando a los residentes que habitaban en la base, y ahora existían lejanos a ella.
El señor Itsuki se encargó de todos los arreglos del entierro, el aroma de la tierra removida perduraba en el aire. Tendría que pagarle el favor pronto, quizás sólo bastara con una taza de té y una plática para acompañar al viejo. Él fue quien encontró a su madre, buscó ayuda y por último contactó a Hakura. La ceremonia fue algo sobrio, solemne y solitario.
Idéntica a su madre. La frase volvió a aparecer en su cabeza. Ya no imaginaba a la voz del señor Itsuki diciéndolo, ahora ella se lo confirmaba a sí misma. Pagar favores con té, buscar a los vecinos, crecer en un rincón de la tierra, oculta bajo los árboles, tan adentro de ellos que te vuelves parte del color de sus hojas. Hakura también algún día alimentaría a la tierra. Aunque, por ahora, su futuro cercano sólo serían los viajes en bicicleta.  Oriundo, propio de sí, así fue el sonido de la verja que cerró detrás de la llanta de la bicicleta de su madre. Se sintió abrazada por la casa.

 Hakura recargó la bici al lado de la puerta y buscó en su mochila, sacó una bolsa de tela no más grande que su mano, en su interior reposaban las llaves y una carta firmada únicamente con la palabra “mamá”, después introdujo la llave dentro de la cerradura y ésta giró.  Todo lo que estaba dentro de la casa le pertenecía, así como ella ahora pertenecía a ese lugar.  

Dulce narciso

Vagas desnudo por las colinas. Alcanzas a ver las montañas siempre-lejanas, nunca pareces avanzar, sin embargo tu caminar es eterno. ¿Qué otra cosa podrías hacer? El pasto lo rodea todo. Solo en la inmensidad del terreno. El verde de la tierra, choca con el azul cielo y se asoma hasta la infinitud. Alzas la vista en el momento en que el sol ha decidido desaparecer. Llega la lluvia, indiferente continúas avanzando, es suave con tu piel. Un manto gris cubre tu universo. Eres el camino del agua, su recorrido para llegar al suelo. La naturaleza te transita. Decides extender tu mano, la alzas frente a ti, a la altura de tu hombro, y cierras el puño para dejar extendido únicamente tu dedo anular. Una gota se queda sin cumplir su destino, evitas que llegue a la tierra y permites que repose en tu mano para asomarte a su interior. Tu reflejo se rompe en una luz fractal que se reproduce una millonésima de veces por cada centímetro. El público infinito de conciencias se asoma para saludarte desde la punta de tu dedo. No resistes más, depositas la gota sobre tu lengua.

El sabor a bits amargos se disuelve en tu boca, una nueva pantalla se descarga a tu software. “Mejor”, te dices a ti mismo, la antigua realidad ya era obsoleta. Te actualizas.