El
babalao nos relata una leyenda, la
historia de aquél que trae el fuego. En círculo, alrededor de las llamas, el
resto de la tribu canta y baila interpretando la historia de aquel que camina entre
los árboles. El viento hace que el pelaje que lo cubre se levante mostrando su
oscura piel, las ramas intentan arrancarle su abrigo, pero se aferra éste, su
única esperanza en lo alto de la montaña. Él mantiene el balance a pesar de la
pendiente, que a medida que prosigue, se prolonga. La dificultad no para su
marcha, al contrario, alimenta su ilusión de llegar a la meta. No puede detenerse,
eso significaría la muerte, muchos otros han perecido antes en este camino.
Llega
al punto donde los árboles se abren al blanco vacío de la cima, allí donde
termina el denso follaje para dar paso a la vastedad de la nieve. Respira, inhala
con sus pulmones el vigor del frío. La cumbre de la montaña no se encuentra en
su campo visible, la neblina perpetua, junto con la ventisca de la altura no le
permite ver si siquiera sus manos. Él hace un salto de fé.
Suelta
su abrigo, lo deja en la nieve, al lado de los últimos árboles. Corre. Su piel
está desnuda casi por completo, exceptuando unos retazos de cuero que le cubren
por debajo de la cintura, no hay nada más que lo proteja de la intemperie. La
oscuridad de su dermis se torna morada. Su paso es acelerado, debe producir la
mayor cantidad de calor posible antes de que el frío le corte los músculos y
haga imposible el movimiento de sus articulaciones. Corre.
Es
ligero, la nieve bajo sus pies se impregna de sus huellas durante unos segundos
antes de que una nueva capa la vuelva a cubrir. Él atraviesa la neblina para
llegar a las nubes, el agua le escurre por el cuerpo cuando llega a una pequeña
saliente cercana a la cima. En este punto la misma geografía de la montaña lo
protege de la ventisca. El terreno es estable. No pierde el tiempo y se apoya
en una de las paredes de la ladera. Identifica el sitio por las marcas rojas
deslavadas en la roca, círculos, garras y rayones denotan el lugar. Señales de
aquellos que consiguieron llegar antes que él, muchos que nunca regresaron,
extinguiendo el fuego.
Examina
las marcas, dentro de su mente recorre los rostros de aquellos que conoció e
intenta imaginarse a aquellos de los que sólo ha escuchado historias. Sigue los
trazos de la pared para llegar a un pequeño orificio del tamaño de su
antebrazo, dentro de éste, oculto, bajo cuero y paja, descansa la madera. Se
ata a la cintura algunas varas para continuar con su trabajo. El frío merma de
este lado de la pendiente, aun así tiene poco tiempo, gastarlo podría resultar
en el fracaso. Escarba la nieve que cubre la base de la pared, hasta llegar a
un nido de cenizas casi fosilizado por el hielo, allí deposita la madera junto
con un poco de paja.
Del cuero de su taparrabo saca un cristal del
tamaño de su puño, un círculo de esquinas burdas y opacas que por el centro se
va aclarando para dar paso a la luz. Espera la salida del sol. Durante los
últimos instantes de su tarea se petrifica, se vuelve uno en la nieve, perdido
como una roca más en la nada espectral del abismo blanco. Lo único que lo
mantiene despierto es la promesa de que pronto terminará su tarea. Sus ojos se
cierran a pesar de la fuerza que intenta ejercer sobre ellos, poco a poco
pierde la conciencia. Entra en trance.
Ahora,
aquellos que bailan alrededor de la fogata paran en seco, se mantienen
petrificados imitando la muerte.
Las
primeras luces acarician las montañas, abriendo las nubes que estorban a su
paso, iluminan el valle, mostrando la suprema altura a la que se encuentra y,
con su calor, lo despiertan del sopor regresándolo a la vida. El fuego no se
hace esperar, emerge de la paja encendida por la proyección del cristal. La hoguera
despierta sus músculos, logrando que abandone el trance de su existencia
prometeica. Desde su posición él observa como los rayos del sol se postran en
las paredes para descender hasta las cenizas y luego continuar su camino hacia
el valle. No pasa más de un instante para que el sol vuelva a ocultarse detrás
de las nubes. Un nuevo cielo, más calmado, se dibuja frente a él. El hombre
alimenta las llamas con su respiración. Espera que se hayan asentado para poder
llevarlas consigo, de regreso a su tribu.
Los
bailarines se avivan, el tambor regresa continua con su ritmo.
El
descenso resulta más relajado, la complacencia de un trabajo concluido nutre su
fuerza, pero el hombre no descansa, se mantiene alerta, cuidando el nuevo
fuego. Vuelve al bosque junto con la protección de su abrigo, todo parece
repetirse de una forma inversa, con excepción del hombre, que ahora, iluminado,
baja silbando ya sin la carga de la misión. Contempla cómo el follaje se libra
del manto helado. Pareciera que trae consigo la primavera.
La
nieve se vuelve pasto, verde en un principio, alimentado por los riachuelos que
emergen de las montañas. Su camino continúa hasta que el bosque vuelve a quedar
atrás para abrir paso a la sabana.
***
Los
pastizales no son un lugar seguro, desde hace mucho que nadie abandona el
campamento por el miedo a aquello que habita entre los altos pastos. Sombras
disfrazadas de hombres. Máscaras que cubren el rostro de los muertos, cortezas
de árboles caídos que han sido decoradas con sangre, cal y barro anaranjado. Sombras
que se arrastran en silencio, ciegas y mudas, que localizan a su presa por medio
de los latidos del corazón, según dicen los viejos.
Las
sombras llevan consigo los lamentos de la guerra, cantos olvidados por las
épocas. Devoran a aquellos que se pierden en el mar desértico. Los animales
hace mucho que se han ido, sólo restan esas criaturas sombrías que caminan
sobre varas, desnudas y con la piel calcinada por el sol, transitando en busca
de posibles víctimas.
***
Su
llegada es solemne, toda la tribu espera por él. En el centro de la aldea
reposa la base de una gran fogata, él lanza el nuevo fuego para encenderla completa
el ritual al entregar su trabajo a los dioses. Después de que el éxtasis del
trance le perteneciera únicamente a él, se expande por la aldea. Todos observan
las llamas, sus rostros se forman por la luz, infundados de esperanza.
La
revelación de una vida futura despierta en ellos con el mito del fuego. La idea
de lo lejano, de aquello que no es, de aquello que no conocen pero está
presente. Varios vuelven a sus chozas para extraer del interior antorchas y
otros fuegos, pequeñas luces se reparten alrededor de la más grande. El humo se
extiende sobre el cielo.
A
lo lejos se escuchan trompetas y tambores, flautas y cascabeles, una procesión
se aproxima a la aldea. Telas de colores cubren rostros extraños, que llegan
con alimento y riquezas, piedras preciosas y regalos de distintos olores.
Hombres barbones de turbante se mezclan entre los locales saludando, el evento
procede de la forma más común, abrazos e intercambios de historias rodean las
llamas.
Uno
de los barbones, aquel con el tocado de mayor cantidad de colores y cascabeles,
se postra enfrente del fuego y toma del brazo al hombre que viajó a la montaña,
lo alza, para que todos lo reconozcan. Una vez que los gritos de alabanza y
triunfo se han terminado, el barbón marca con su sable al hombre, le deja una
cortada en el pecho desde la cual, brota la sangre dorando la piel negra
iluminada por las llamas. El héroe acepta con dignidad su destino, y se ofrece
a las mismas llamas que él inició.
Ahora
la noche se nutre de sus cenizas, el olor a carne alimenta la atmosfera de
baile y celebración. A lo lejos, sobre los pastizales se alcanzan a ver otras
luces lejanas, allí, en medio del desierto, toda fogata sirve de referencia
para no perder el camino. Los cantos duran hasta el amanecer, momento en que
los barbones deben volver a partir, dejando detrás de sí las riquezas de sus
viajes.
Algunos
niños salen de la aldea para despedir a la procesión, vuelven pronto, aterrados
de las sombras de la sabana.